INDIFERENCIAYa he vivido plenamente a medias,
acostado o descubierto en una cama dura
o en una banca de una calle sin esquinas,
recostada mi cabeza en la sombra mortífera
de la rama que cae, muriendo como nadie
en el intento de bajarme todas las infamias a la calidad
de rarezas insignificantes, volviéndome niño o un eterno caminante,
sabiendo hacer una plegaria para no escapar
de la arrogancia y el bostezo bufón de los que nada valen.
He visto crecer el fango y lo he torcido como a un estropajo,
dejando ver cómo se reduce a una simple voluntad de manos
lo que uno usa y limpia en un comienzo. A veces creo que los ojos
son la imagen del alma que no vemos, o el caudillo perfecto
esforzándose en la complicidad de la vida que pasa y nos detiene,
esa vida que arrasa y se complica, esa vida que toca y muerde
a gritos, esa vida endiablada que nos gusta empapar de ruidos
y atardeceres grises, como el inusitado don de persuadirnos
sin ni siquiera saber cómo salir de la guadaña o el escondrijo.
He llorado en el alma, he callado por miedo, he muerto
una mañana sin decirle adiós a nadie, como quien busca
un desconsuelo o una mano amiga que te salve. He visto
cómo los amores destapan su fulgor, cómo aferran sus harapos
a ese corazón tardío, que luego los devora, entorpeciendo
sueños, derramando lágrimas en esta vida que sólo trae un hueco,
para cada cuerpo inmenso, para cada pálido recuerdo,
algún día seremos sólo ello, y no daremos bienvenida a la felicidad
que roza el sentimiento, porque ya huele tanto ese veneno,
al que llamamos hambre, al que buscamos tanto como
el aroma del brindis, al que solemos darle un vuelo incomprendido,
porque parecen escaparse de la mente los deseos fugaces,
y hasta la ropa que te gusta y no te cae. Entonces reina
ese camino burdo, al cual tendemos la mano, le prestamos
la silla, y un lambizcón que nos mira de costado, palpa y cicatriza
las heridas, y nos devuelve un gracias con mediana mano,
como si de comer una migaja, como si usurpar una caricia,
como si la indiferencia andara con el ánimo raído de tanta
travesura hueca, de tanta nulidad sombría.
Ya he vivido plenamente a medias,
con una sonrisa bajo el brazo,
me he calmado con un demonio menos,
y en mitad de la calle he bebido un trago,
luego me he escondido, y no he salido
a recibir a nadie. Estoy ya muerto para siempre,
con el corazón acalambrado, en un desván
que de cuando en cuando duele.
Amaneciste en forma de estruendo, díscola como una fiera
que se agazapa y luego redobla la embestida, tus demonios
fueron apenas el preludio con que tu cuerpo desvestía la caricia,
o alguna que otra forma de amenaza bulliciosa con que el corazón
prende fuego a la lujuria.
Te animaste a salvar vidas con la sola presencia de tu aliento
y tu saliva traspasando el boca a boca, dibujaste murmullos
en el aire mientras esperaba paciente tu locura, y me permitiste
horadar en la mística oración del desconsuelo, anudarme el alma
como quien se abotona los repliegues de un gemido o un sentimiento.
Nada sé de tus amores truncos o del goce perpetuo
de las vírgenes cautivas; supe al nacer que el amor me venía
como una espina, desaliñada y desenvainada en sus aromas veleidosos,
me resigné a ser escolta de sus llantos y articular latidos
en medio de unos cuantos besos pasajeros.
Nada he prometido que no sea un adiós o un juramento eterno,
esos que se desorbitan con la mano extendida o con la promesa
de la duda y lo imperecedero. Tengo miedo de no pagar tributo
al alevoso e impío cuerpo que empezó a quebrarse dentro mío,
mientras descubría que era un signo distintivo de tus cóleras
y desafíos, ese solo cuerpo tuyo, poseído y extraviado como
un bárbaro y dulce trotamundos, en esta entraña mía que si grita,
es de tanto aparentar el alma enceguecida, o la furia de no saber
si me estruja a borbotones el placer nocturno de la vida.
Poseerte apenas no es cuestión de duda o desaliento,
es una anatomía que ejecuta el viento con sus rápidos aleros,
saber cuando la claridad está cerca, cuando el rincón es punto
muerto para nuestros dividendos, cuando el cielo calza firme
su destreza, o cuando en boca a boca despotrico los insulsos
moribundos de tu dulce cuerpo.
Decir adiós no me conmueve, me catapulta a la grieta más obtusa.
Colgado de este árbol donde no crece la rama ni emana la fragancia,
me voy despidiendo a borbotones de todos los que pasan,
les dejo una sed infranqueable con mis manos, y una corajuda
lágrima en sus almas.
Me voy, si puedo, ahora mismo, entregado estoy a la miseria humana,
muriendo de a pocos no sé quien me querrá para la lágrima
o el último sonido. Descansaré, es cierto, y en paz alumbraré
los últimos cobijos de mi cuerpo. Nada está dicho. Seré lo que Dios
quiera, su pastor horadado por años o el muro raído de los lamentos.
Haré una pausa, y vendré vencido, nadie descansará por mí,
pues los llevo en mis versos, como se lleva oro del más puro racimo.
Apenas me despido del niño, ahí con su escoba maltrecha,
con sus anchos ojos perdidos, y su sonrisa apareada en el hambre,
y me declaro su amigo hospitalario; honor me falta para ser
un moribundo hermano, pues no he caído como él, tan hondo,
que de tanto rodar su corazón, se quiebran sus pocos dedos en la cuchara.
Decir adiós no me engalana ni me tortura. Crece el hastío como mucha
gente sostener su vida puede, aun entre polvorientas bocanadas de humo
y un cobarde saludo que no alcanza a decir basta. Me recojo al mendigo
de las calles. Sé que anda loquito y un tanto meditabundo, quiero aliviarle
los dolores, y me dice: "anda a otra parte hermano, esta es una cruz
inevitable", y suelto mi última sonrisa perdida, mientras le digo: "déjame
apacentar tu alma con este poema de viejo, que ya no tiene dominio
de sí mismo", y entonces veo que suelta sus ojos como verdaderos relojes
de un campanario o una iglesia de aquellas antiguas, y sosteniéndome
el brazo, al oído me habla: "Este mundo pasa, y yo ando perdido en no sé
que lugar del infortunio, pero pronto haré el mismo viaje del adiós, cual
poeta errante como lo eres tú, mi gran amigo. Me quedan tus versos,
los que hoy me habitan, pues nadie hablaba conmigo desde hace décadas
eternas, y tú ya has aliviado a este hombre, y me parece extraño,
pues creo haberte visto. ¿Sabes quién soy? No tengo idea hermano mío,
contesté un tanto bajito. Me miró, y me entregó su corona de espinas,
mientras recitaba los versos de este mi último libro".
Colgado de este árbol donde no crece la rama ni emana la fragancia,
me voy despidiendo a borbotones de todos los que pasan,
les dejo una sed infranqueable con mis manos, y una corajuda
lágrima en sus almas.
Me voy, si puedo, ahora mismo, entregado estoy a la miseria humana,
muriendo de a pocos no sé quien me querrá para la lágrima
o el último sonido. Descansaré, es cierto, y en paz alumbraré
los últimos cobijos de mi cuerpo. Nada está dicho. Seré lo que Dios
quiera, su pastor horadado por años o el muro raído de los lamentos.
Haré una pausa, y vendré vencido, nadie descansará por mí,
pues los llevo en mis versos, como se lleva oro del más puro racimo.
Apenas me despido del niño, ahí con su escoba maltrecha,
con sus anchos ojos perdidos, y su sonrisa apareada en el hambre,
y me declaro su amigo hospitalario; honor me falta para ser
un moribundo hermano, pues no he caído como él, tan hondo,
que de tanto rodar su corazón, se quiebran sus pocos dedos en la cuchara.
Decir adiós no me engalana ni me tortura. Crece el hastío como mucha
gente sostener su vida puede, aun entre polvorientas bocanadas de humo
y un cobarde saludo que no alcanza a decir basta. Me recojo al mendigo
de las calles. Sé que anda loquito y un tanto meditabundo, quiero aliviarle
los dolores, y me dice: "anda a otra parte hermano, esta es una cruz
inevitable", y suelto mi última sonrisa perdida, mientras le digo: "déjame
apacentar tu alma con este poema de viejo, que ya no tiene dominio
de sí mismo", y entonces veo que suelta sus ojos como verdaderos relojes
de un campanario o una iglesia de aquellas antiguas, y sosteniéndome
el brazo, al oído me habla: "Este mundo pasa, y yo ando perdido en no sé
que lugar del infortunio, pero pronto haré el mismo viaje del adiós, cual
poeta errante como lo eres tú, mi gran amigo. Me quedan tus versos,
los que hoy me habitan, pues nadie hablaba conmigo desde hace décadas
eternas, y tú ya has aliviado a este hombre, y me parece extraño,
pues creo haberte visto. ¿Sabes quién soy? No tengo idea hermano mío,
contesté un tanto bajito. Me miró, y me entregó su corona de espinas,
mientras recitaba los versos de este mi último libro".
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