Llevo muchos años viviendo sobre la faz de la tierra 
y miles mas viviendo en las tinieblas eternas...
Soy un alma solitaria y creo que seguiré así hasta el fin de mis tiempos...
Me gusta alimentarme al despertar...
Y nunca me alimento de la sangre de los animales...
No hay nada que me sacie mas que la sangre de los humanos...
La noche es parte de mi esencia...Su oscuridad es mi cómplice... 
Y la luna es mi amada eterna... 
Uno de mis placeres son los libros y la observación nocturna...
Se que tal vez no lo creas...Pero soy la madre y reina de los vampiros...
Si es que aún quedan de ellos sobre la faz de la tierra...
Puedes seguir tu camino o detenerte ante mi...Y caminar a mi lado...
Seras aceptado solo si crees en la magia...
Si es así...Sigue mis pasos...En este mundo que ante ti se abre..

jueves, 17 de noviembre de 2016

Ya veo cómo colocas en tus labios el almíbar, las arenas movedizas,
el tiempo destemplado de otras indecentes tierras, el convulso viento
que aparea otros ropajes, un solo cobijo de otoños calcinados, redondos,
sin estrellas dónde posarse, sólo los labios y su materia gris, su cincel
acaparándolo en sus arrebatos, la dulce calma de ver dormido el sol
cuando avanzas sin esa furia desmadejada, ese aliento inhóspito,
esa sola luz que lo domina todo, con su fugacidad de sótano entreabierto.
Ya veo cómo enlazas tu cuerpo a la costumbre de mis ansias,
cómo le colocas un sobretrodo a la columna vertebral de mi corazón,
y entre otros atributos tuyos, logras un milagro para no verte tan de cerca,
pues moriría con tu cuerpo almidonado, tu sabor a medianoche, la luna
llena cayéndose a borbotones sobre el agujero penoso de mi almohada.
Eres flor o incertidumbre pasajera. Eres todo, menos el vaporoso incendio
que allanó zarpazo tras zarpazo, un ramo disecado de violetas y geranios.
Eres la dulce esperanza, que descolocó los fangos y acechó prolija,
ese verdor escaso, la rama donde dormía el cuervo y el pobre gatopardo.
Eres la oscuridad perfecta, el vicio oculto de una amargura placentera,
el éxtasis infinito por donde transitan la locura y el rapto amable de sus
extrañezas. Eres pura aversión a lo diminuto, te acicalan las grandezas;
qué holgura no acogerte, ni para el adiós de un beso amordazado.
Ya veo cómo celebras tus despojos, y yo dentro de ti, corro y corro,
no veo la razón en ello, pues eres un universo paralelo a las distancias;
que yo sepa, te aparearon amorosa y turbia, y enloqueciste a mi lado,
sin titubeos, como una hierba que no cruje ni se enrosca, pues el latido
viene de la cordura, y mi boca se une a la tuya como queriendo quebrarme
los versos del alma.




¡Qué sabroso es recorrer la sal que habitan tus pies y tus caderas,
la arena blanca enroscada en tus cabellos como un asidero del amor
que te profeso sin liturgias ni exorcismos baratos.

¡Cuántos infames habrán de sembrarte cobijos extraviados y deshechos!,
tomando la forma que toca la tierra el dulce arpa de la melodía instantánea,
querer desorbitarte con la posesión de demonios invisibles, nada afeminados,
abrazados a su cruz y a sus diademas, pero con el vilo del acecho entre
sus carnes y el alma amarillada de tanto ego, con la vanidad a cuestas,
queriendo tu cariño imponente y las pasiones que desbordas en medio
de los ríos de la santa muerte, y así reducirte a la más mínima expresión
de los confines, tenerte apareada como ensombrecida, detener tus alas,
calmar su sed de desventuras y oráculos estrechos, y reponer contigo
su crucificada insignia de lamentos escondidos.

Diré entonces que confundían la prisa con el advenimiento,
que no eras tú la sombra perpleja que rodeaba la música del universo
y el súbito pálpito de los corazones milenarios, diré entonces que tú
eras a la manera de los infinitos placeres, el diamante que extasió
mis ojos y los convirtió en luz de sobresuelo a luz de altísimos encuentros,
donde el amor se multiplica como el pan y el pescado de ese Dios bello
e insaciable en sus milagros.

Diré que la ternura pasa bajo sábanas de terciopelo, que la fugacidad
de los cielos se desmorona, que los besos reprimidos se acuestan entre
manantiales y rosas doradas, y que los besos sueltos, los de los labios
imantados, dejan su aroma irresistible de sándalo y vino concentrado,
mientras se desmadejan con los vientos colosales de la oración, la prolífica
aventura con que nos endulzamos el paladar, el día a día entregándonos
al amor o al refinamiento de los más bestiales instintos.

Diré que soy tuyo, y que si eres mía, debo entregarte primero ese sueño
marcado en mi frente como una estampilla de color azul hostigado, saber
que tu alma se encuentra en las aceras de los templos, y que si huyes
de ahí, es porque no supe reconocer qué destino me proponías a la hora
del insípido susurro, y esa sola tentación humana con que recorría la sal
de tus caderas, sin imaginarme que mi cuerpo ya no eran sino tus pies,
entregados para siempre a la virginal sonrisa de otros mundos desaparecidos
o irreversibles, esos mundos que apenas rozan el diluvio o una costra
del tiempo, se detienen sin naturaleza a vernos cómo nos encarcelamos
en una brújula sin cadencia y con extremos repartidos entre soledades
y silencios.

Diré que soy tuyo, a pesar que existes en otros territorios, sin piso
ni entretenimientos masivos, con el corazón de una princesa que recobró
hace muchos años, la sobriedad embargada por un titánico desdén de un joven impetuoso, tardío, pero seco en sus maneras de tocarte la vida.

Yo te vi y me quedé cerca a tu granizado instinto, me volviste
loca como a un charco de sombras purulentas, te apareciste en mí
cuando ahuyentaba los demonios de mi corazón volátil y enraizado
en los puntos fijos de mi memoria y de tus caprichos.

Sentí que aparcabas en mis aposentos una licencia de amor furtiva
y fugitiva, que me arreglabas el día con tus rezos y tus desparpajos
en esa cama sacrosanta, donde vimos a los ángeles oscurecerse
por el despliegue de tu piel sobre mi pecho ensalivado, el revuelo
que suscitaba el mano a mano entre tu boca y el denso fragor
de nuestros cuerpos adorándose como sólo el sol a sus desplegados
brillos.

Te dejé sentir el fresco aroma de jazmines en mi sexo de salvaje
hombre aprisionado, bebí tus cerezas, tus frutos tropicales, los dolores
del alma que de tanto en tanto ejecutaban una curvatura en tus silencios;
anidé en tus senos, profundicé mis ojos para tocarte más en la aventura
o en la frágil morada de tus cimientos. No pude detener mis ansias,
y desboqué el río que llevaba dentro, para verter un poco de mar
en tus ausencias.

Supe que tu nombre y tus fugaces melodías me componían el rostro;
la soledad se volvía una gozosa complacencia comparada con tus idas
y venidas en los parques y pasadizos terrenales, y es que no supe darte
forma como para que amaras mis incoherentes desafíos, o beses
mi piel como sólo se puede componer la rutina tras un terremoto
sin tinieblas.

Desemboqué en tus venas, me ungí como un alma de corazón decapitado,
y enredé tus brazos a mi cuello, como un lazo de dudosa procedencia;
no sabía lo que era despedirme sin un cuerpo físico, y por más que horadé
en tus recovecos, supe de inmediato que lo tuyo era ambiguo, una máscara
para ocultar lo más austero o lo menos incestuoso, una máscara para amar
el hermoso paraje de la indiferencia y sus cobijos más mendigos.

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