
Me ilusioné con tus mejillas, con tus piernas de asfalto recubierto,
recosté la barbilla en tus senos y desabotoné la dulzura con más frenesí
que la dimensión de la raza dorada de tus ancestros. Te quité las bragas,
bebí de ti como un loco encabritado, asumiendo ser tu único aliento,
el desahogo perfecto para tus incestuosos deseos.
Hice palidecer el aire de tu cuarto con el sudor que arrastraban
tus pesadumbres, la costra de los años inútiles, ese fragor delatándote,
esculpiendo la figura de tus fetiches y el sorbo ennegrecido de tus amantes.
Esos amantes que un día arengaron proclamas en tu pecho, descosieron
innumerables pestañeos que ya no veo, que ya no toco ni en un sueño
pausado o recubierto.
Por ti cobraron vida los pastizales, acogí la orilla de un mar amargo
como mi única salida para la llegada, aunque esté muerta la sonrisa
y alegre la congoja, y de vez en cuando sea mi cuerpo un vendaval
para tus gritos, o una mordaza para tus silencios.
Me enamoré del ocaso de tu cuerpo, de tus insulsos gemidos lacerantes,
de tu memoria diminuta, de tus cabellos grises, de cuando hacías el amor
y el paroxismo ejecutaba, como un fino bisturí, la caída de la piel en pedazos
más pequeños que una migaja de pan; y saber que lo nuestro era ese amor
del bueno, y que tú me absorbías sin misericordia, para vivir de nuevo
en esta dulce tierra infernal.
Yo no me quejaba, ni me importaba saber si alguna vez sería un fósforo
minúsculo o una flor pasajera del recuerdo, sólo quería amarte, sellar
un ideal en tus maneras, deslizarme en tus pies como arena o un viento
que no cesa, aunque para ello sabría ya, que desaparecer del mundo
es ese pináculo o trofeo que me llevo a solas en la memoria de mi alma.

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