En el silencio de tus ojos he calmado mi rutina exasperante,
la voracidad que consumía mis fuegos nocturnos, mi pasión
hecha añicos por las desventuras del gemido trunco y la apariencia;
me he vuelto un descalabro sin tu aliento fresco a mi costado,
un polvorín desatando nudos, una sola idea fija apretando los deslices
más inquietos de tu cuerpo macerado, analizando las batallas que
pedimos a gritos para no volvernos una soledad sin remedio, un hueco
hondo y sin alma donde callemos la tortura de nuestro enrarecido
estigma del mañana.
En ese silencio de tu mirada, he cogido almíbar de la más pura travesía
del desierto, he arrastrado tus manos hacia mi pecho, y has apretado
mi corazón con tu sonrisa hecha plegaria, con la inmediatez de lo profano,
subiendo hasta mi alma con tu rostro parapetado de incongruencias,
con una estocada de inviernos engañosos, amándome, odiándome,
desvistiendo mis lamentos con la dulzura de tu perdón.
Te he creído mía, y he insinuado a las calles olvidadas del amor
un beso tuyo descansando en el muro de la noche más convulsa,
una caricia recostada en el aroma de las flores más abstractas;
he creído desvanecerme sin tus cálidos tormentos, sin tus absortas
marejadas; he creído sublevarme a tus caprichos, y me haz trazado
una línea detrás de la palabra, entrecortada, para mirarte a lo lejos,
sin más esperanza que el cortejo de las uvas y las semillas del trigo,
que al revés de todo canto, extraían el amargo vertedero, y no la unción
de tenerte para mí como la niña arrebatada de mis sueños más castaños;
de tenerte al menos como esa idea sola y fija que embellece, y siempre
áspera, determina toda vida, o una flor de nardos para algún extravío
de poetas o pájaros silvestres, anidando fulgores en tu cuerpo,
o deteniéndolo como una absorta suerte de milagros, donde hasta
la crueldad aparea a sus vástagos retoños, donde todo amor descansa
de los ósculos ausentes.
la voracidad que consumía mis fuegos nocturnos, mi pasión
hecha añicos por las desventuras del gemido trunco y la apariencia;
me he vuelto un descalabro sin tu aliento fresco a mi costado,
un polvorín desatando nudos, una sola idea fija apretando los deslices
más inquietos de tu cuerpo macerado, analizando las batallas que
pedimos a gritos para no volvernos una soledad sin remedio, un hueco
hondo y sin alma donde callemos la tortura de nuestro enrarecido
estigma del mañana.
En ese silencio de tu mirada, he cogido almíbar de la más pura travesía
del desierto, he arrastrado tus manos hacia mi pecho, y has apretado
mi corazón con tu sonrisa hecha plegaria, con la inmediatez de lo profano,
subiendo hasta mi alma con tu rostro parapetado de incongruencias,
con una estocada de inviernos engañosos, amándome, odiándome,
desvistiendo mis lamentos con la dulzura de tu perdón.
Te he creído mía, y he insinuado a las calles olvidadas del amor
un beso tuyo descansando en el muro de la noche más convulsa,
una caricia recostada en el aroma de las flores más abstractas;
he creído desvanecerme sin tus cálidos tormentos, sin tus absortas
marejadas; he creído sublevarme a tus caprichos, y me haz trazado
una línea detrás de la palabra, entrecortada, para mirarte a lo lejos,
sin más esperanza que el cortejo de las uvas y las semillas del trigo,
que al revés de todo canto, extraían el amargo vertedero, y no la unción
de tenerte para mí como la niña arrebatada de mis sueños más castaños;
de tenerte al menos como esa idea sola y fija que embellece, y siempre
áspera, determina toda vida, o una flor de nardos para algún extravío
de poetas o pájaros silvestres, anidando fulgores en tu cuerpo,
o deteniéndolo como una absorta suerte de milagros, donde hasta
la crueldad aparea a sus vástagos retoños, donde todo amor descansa
de los ósculos ausentes.
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