Con el fervor de una súplica,
clavó las rodillas en tierra,
juntando las manos devotamente.
Alzó su bonita mirada hacia un punto perdido en el infinito,
extraviada entre la lóbrega espesura del bosque de los miedos.
Lugar remoto donde reina la culpa y se castran las mentes;
donde la abyecta conciencia ávida de pecados,
y miseria hurga y rasca noche y día, día y noche,
sin tregua, entre las arrugas del alma rebañando HASTA la última migaja de cordura.
Allá en las profundidades infinitas,
donde retumba la intimidatoria voz de un Dios serio,
inflexible, solemne, implacable,
cuya injusta severidad,
cargó sobre la inocente espalda del hombre,
lacerantes cadenas de eterna penitencia.
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